Paseando por el campo un joven encontró un precioso campo de margaritas. Estaba en una pradera de hierba corta y fresca, cercana a un arroyo. A primera vista el campo parecía una alfombra verde sobre la que hubieran salpicado con detalle un pincel cargado de pintura blanca.
El joven se quedó maravillado de ver tanta belleza y deseó capturarla y llevársela consigo. Para esto desenterró la raíz de un grupo de margaritas, y con la tierra que rodeaba la raíz y todo, las envolvió en un suave pañuelo que siempre llevaba consigo.
Cuando llegó a casa abrió el pañuelo, y con mucho cuidado fue transplantando una a una todas las flores con sumo cuidado, las rodeó de la tierra traída del campo. Alrededor también esparció semillas de hierba y otras flores.
Con mimo las regó, las alimentó y las colocó al lado de una ventana para que recibiesen claridad.
Así se sentó a verlas crecer y esperó pacientemente a que recobrasen aquel antiguo fulgor del que se había enamorado aquella primera vez que las vio.
Pasaron los días largos como semanas, y semanas largas como años enteros,
y las flores crecieron fuertes y vigorosas, pero no resaltaba en ellas el tan añorado brillo salvaje.
Como el muchacho no sabía que mas podía hacer por las flores, se lo preguntó directamente a ellas:
- que os pasa mis pequeñas margaritas ¿
no sois felices aquí conmigo ¿
no os doy todo lo que necesitáis ¿
os cuido, os alimento, os protejo de la lluvia y del frío,
pero vosotras no me devolvéis el brillo que yo vi en vosotras antes de llegar aquí.
Las margaritas callaban, no se atrevían a decir ni una palabra, temían que la verdad le hiciese tanto daño al joven que no pudiera soportarlo, él que tan bueno había sido con ellas, que tanto las había cuidado. Pero entonces la más joven de todas las flores, que era además la más atrevida también, alzó su voz:
- Eres muy bueno con nosotras, y nos das todo lo que necesitamos para crecer, pero no somos felices. Aquí no tenemos espacio ni motivación para dar lo mejor de nosotras mismas. Nuestro lugar es el campo de donde nos recogiste, un lugar mucho mas frío, mas duro e incomodo que éste, donde tenemos que luchar para sobrevivir, y es la libertad que nos confiere esa lucha, la que nos da el aspecto que tanto añoras ahora en nosotras. Aquí aunque muy cómodas y tranquilas, la falta de lucha apaga nuestra luz y pronto seremos flores opacas.
El joven lloró y reflexionó. Quería retener las flores junto a él, bajo su protección, pero deseaba por encima de todo volver a verlas felices y ansiaba como nada en el mundo verlas brillar de nuevo.
Todavía llorando cogió la jardinera donde estaban las margaritas y se fue al mismo campo cerca del arroyo donde las vio por primera vez. Y con la misma dulzura con la que las recogió, volvió a dejarlas en su lugar de origen una a una. Luego se dio media vuelta para que no lo vieran llorar, estuvo así un rato y luego se fue sin despedirse pues el dolor de la pérdida era mayor que su deseo de verlas de nuevo. Pero algunas de las lágrimas derramadas con tan sincero dolor por el joven, resbalaron por su piel y cayeron al campo y sirvió como alimento esa noche para el grupo que regresaba al hogar.
El muchacho tardó una semana en reunir fuerzas para ir a visitar el campo que con tanto dolor había dejado humedecido. Cuando llegó no podía creer lo que veía, el espectáculo que le brindaban no podía ser mejor, estaban bellas, más bellas que nunca, capturaban todos los rayos solares sobre sus pétalos y los reflejaban inundando el ambiente de infinidad de colores y magia. Todas miraron al interior de los ojos del muchacho y le hicieron entender lo felices que eran y que todo era por él, para él y gracias a él.
ches.
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